sábado, 7 de junio de 2008

Praga y las (auto)excusas

En términos técnicos, no mentí cuando dije que este blog sería actualizado con más regularidad: realmente lo creía. Hace unas 42 horas y media entregué un dispositivo semiótico-material diseñado para ser fetiche de una plataforma de evaluación de lo invaluable: la evaluación de los desvíos, de los puntos de fuga vitales que suelen suceder en un proceso de investigación hecho con las tripas. Lo que más relevancia tiene en dichos casos es aquello de lo que no se puede hablar, de lo que es mejor quedarse callado (Wittgenstein dixit). Ese fetiche se conoce popularmente como Módulo 4 (M4, de cariño), y monopolizó mi vida durante las últimas dos semanas. En las horas subsiguientes a la entrega me dediqué a beber cerveza y posteriormente a dormir. Luego terminé de revisar un par de textos cuya entrega se había demorado más de lo tolerable e, inmediatamente después –justo ahorita-, me puse a escribir algo, cualquier cosa, para guardar la palabra dada que seguramente nomás me importa a mí. Pero no importa que sólo me importe a mí o, mejor, eso es lo importante.
…De modo que aquel día salimos de la estación Hauptbahnhof rumbo a Chequia. Yo sé que esto tiene mucho de lugar común, pero Praga es además un viaje en el tiempo. En esta ciudad se conjugan los pasados con los presentes y con el futuro incipiente que, por desgracia y desde mis particulares ojos, es la estación menos meritoria. De cualquier modo, esa mágica desorientación temporal camina contigo a todas partes, como si además de haberte desplazado geográficamente hubieras también cruzado algunas fronteras del tiempo. En un lapso menos a media cuadra pueden observarse construcciones de mundos distantes –casas iglesias palacios medievales renacentistas góticos modernistas-, alimentándose del mismo sol, del mismo viento helado. Praga es el collage arquitectónico de una mente extravagante y nostálgica ¿La mente histórica?
Mucha gente me habló de esta ciudad mítica. Karla, compañera entrañable de viajes y canciones, la desplegó con unas palabras dulces y lúgubres como si contuvieran la ciudad misma. En todo caso, Praga es el escenario de un cuento medieval habitado por personajes variopintos en vestuarios de turistas en busca de asombros. Praga y sus hordas de guiris, su reloj coleccionista de siglos, sus callejuelas en penumbra, su fantasma de Kafka, su anacrónico barrio judío, su cerveza exquisitamente espesa y al tiempo, su mercantilización del teatro negro, su vendimia de conciertos barrocos, sus recovecos inesperados, su efervescencia artística, sus tabernas en el subsuelo, su renegada herencia comunista, su primavera en invierno, sus suvenires de plástico, su rostro siniestro, su puente Carlos como franja de pasos incesantes, sus músicos extraviados, su Stare Mesto, sus múltiples heridas de guerras incontables, su becherovka, su llovizna gélida, su lobreguez nostálgica que recubre la ciudad como un fantasma aciago. Esta sombría comadreja atrapa como un hoyo negro existencial. Dan ganas de quedarse por siempre a recorrer sus pasajes una y otra vez, a padecer las extravagantes tardes como agujas clavadas en la pupila, a morir un día nevado bajo las aguas del Moldava. Praga es dolorosamente hermosa. Praga no te suelta. Esta madrecita tiene garras, le escribió Kafka a Oskar Pollak en una carta. Digna de ser soñada, de ser añorada en todos sus claroscuros, con todo el melodramatismo que ahora me cargo, me cae.

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