viernes, 5 de septiembre de 2008

Salamanca de la luz y de las sombras

Salamanca está tendida en medio de un valle rubio encendido. En verano, cuando las hordas de estudiantes han emigrado en una diáspora mundial que dura un par de meses, la ciudad respira un sosiego pueblerino al calor de un sol penetrante. Con todo, por la noche corre un viento fresco por calles que son vericuetos medievales extraviados en los siglos: la geografía accidentada de sus caminos centrales adopta giros imprevisibles que rompen la lógica citadina; las catedrales, las plazas se alzan desafiando la inercia de la vulgarización moderna. Salamanca no se distingue precisamente por estar a la vanguardia en lo que respecta al desarrollo industrial o comercial. Dicho de mejor manera: los principales ingresos de la ciudad provienen de la industria de la educación, de las hordas de estudiantes que acuden a su tutela, de la fama legendaria de sus universidades. Y no es para menos, basta husmear un poco en los recintos de la Salmantina o de la Ponti, para admirar el boato con que se lleva la cotidianidad académica, los nombres de antiguos doctorandos grabados con sangre de toro sobre la piedra de Villamayor, las aulas protocolarias donde alguna vez dictaron clase Cervantes y Unamuno, la tierna biblioteca de “la cuarta universidad más antigua de Europa (la más de España)” -detalle que no dejarán de recordarte- con volúmenes que parecen desplomarse la menor conato de estornudo. Por estos pasillos penaba Antonio de Nebrija, responsable de concebir la primera gramática de la lengua castellana. Pero seamos más precisos: cierto es que los estudiantes son el negocio fuerte, pero no sólo por las universidades, sino también por la otra cara de la moneda, la institución que hace de complemento de la universidad en el tiempo y en el espacio: el bar. Es posible estar una noche entera mudando de bar después de un trago sin recorrer más de veinte metros entre uno y otro y sin siquiera aproximarse a finiquitar los de la zona. Áhi -verás. Una combinación próspera, creo: los andadores bohemios, la buena mesa, el soplo frío que te recuerda la inconmensurabilidad del universo y el bar de la esquina, que te acoge después de una sangrienta sesión de filología hispánica. Por lo demás, los salmantinos conviven cotidianamente con mitos gordos de la literatura universal que moran en las calles como fantasmas: las orillas del Tormes donde Lazarillo inició su vida de fortunas y adversidades; la cueva que dio nombre al entremés cervantino y en cuyas profundidades, cuenta la leyenda, impartió doctrina nigromántica el mismo demonio (he aquí la ciudad de las cátedras); el huerto que acogió los tactos fatales entre Calisto y Melibea, bajo un cielo de luces y sombras, como éste.