domingo, 15 de marzo de 2009

París es una palabra


El otro día me estaba imaginando que París es sobre todo una palabra. Paris, Parys, Paříž, Parizo, Parisi, Parigi. Es como una ciudad de palabras que son también pisadas y voces y paredes. El corazón de París son sus historias, sus sucesos nimios y extraordinarios, su colección de anécdotas cuasi-mitológicas. Y pensaba que a lo mejor París es París por los cuentos que se cuenta a sí misma, por los sueños que la sueñan desde tierras muy lejanas o al ladito de su arteria fluvial. Un montón de sueños enredados de las legiones de viajeros que han arribado a través de los siglos a sus huestes, y que siguen configurando un mosaico multicolor y mutante. Por ejemplo, esta ciudad ha sido erigida con los versos de Baudelaire como ladrillos, con las pinceladas de Delacroix, con las tramas de Víctor Hugo, con el último deslizamiento del adagio de Chopin para piano y cello, con los replanteamientos explosivos de Voltaire-----Descartes----Sartre---Foucault—Deleuze-CamusBecketBatailleIionescoVallejoetcétera… Y a lo mejor París también es el rumor de batallas añejas, las herencias de un imperio que una vez dictó, que traficó a media África, que mató y se expandió como una bestia hambrienta. Pero también es su entretenimiento haute couture, su vanguardia de peinados, sus gatos callejeros y guardianes de Monmartre. Quizá es también unas palabras que son el aliento de ejecutivos orondos, de estudiantes revoltosos, de nostalgia de clochard. O, mejor aún, París es precisamente ese encuentro, esa conversación esquizofrénica y seductora, esa invención de colores. Un punto que atrae al mundo como un abismo, como un agujero negro y que luego se nutre de ese mundo capturado, jalado hacia sus tripas, para vomitar esa misma invención que es París como un exabrupto universal, invención que a su vez sirve de carnada para…/ O sea que París es ese intercambio, esa sopa de conversaciones, veredictos, besos, fotografías, sonidos, locuras, adioses, muertes y sin razones que la humanidad le va depositando a su paso. Y pensaba que la magnificencia de sus palacios, la pompa de edificios y vías, la majestuosidad con que se alzan sus torres y se tienden sus calles, son sencillamente los ornamentos con que se pretende enmarcar eso que es vaporoso y etéreo, que no se puede atrapar con una foto, pero que matiza cada piedra, cada loza, cada esquina del Latin Quartier. El cemento de la ciudad parece nada más que el envoltorio de esa bruma de existencias, la cajita que contiene esa sedimentación secular que sólo puede ser respirada, que engorda con cada nuevo paso de cada nuevo vagabundo universal arropado por sus portales, con cada nueva generación de palomas, con cada tren que la penetra. París me dijo que la realidad tangible es parida por las imaginaciones. Por ejemplo, me dijo que son las caminatas las que sostienen a los puentes, y no al revés. Y los puentes no son otra cosa que la encarnación -la “enpiedrazón” o “enrrocazón”- de las incontables peregrinaciones que han querido pasar al otro lado del Sena, desde el inicio de todo. Por eso pensé que París es una palabra dicha de múltiples formas. Una palabra como un gesto, un gemido, unos ojos perplejos, una novela, una herida, una furia, un sudor, un trago, una liberación, un frío, una sombra, un rezo, una fiesta, una taza de café, un degollamiento, una bocanada, una ventana abierta desde donde sale luz. Y pensaba eso. Que París es la reiteración incesante y profusa de sí misma.

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