domingo, 24 de febrero de 2008

Aquí nadie se va a ningún lugar: reacción impulsiva a la barbarie mediática

Llueve otra vez. Una lluvia terca y una niebla densa cubren las montañas que el tren debe cruzar para llevarme a la Universidad. Llueve también detrás de mis frontales. En vez de ser miércoles en mi cabeza, es sólo la in-certeza. Ayer se supo que Fidel había dimitido a su posibilidad de reelección como presidente del consejo de estado y comandante en jefe. Es como si recibiera una noticia de un viejo pariente, de una sombra gorda de mi pasado. Ahora que estoy lejos de casa, Cuba se intuye como una parte de esa casa, como un espacio habitado por íntimos fantasmas. Quizá este asunto me toca en lo hondo por los múltiples vínculos que me enlazan a Cuba y a su Revolución. La primera vez que visité la isla llegué con 20 años bien dispuestos para desbaratar el mundo, para iniciar de nuevo la revuelta, para nutrirme de las consignas de los mártires y de los sacrificios del pueblo. Cuba me desbordó con su algarabía y su misterio y su creatividad y su ambivalencia y su riqueza y su pobreza y su complejidad. Cuando regresé casi 10 años más tarde, hecho otro, las enseñanzas fueron aún más complejas y más abundantes en fantasía y en madurez. Pero Cuba no es sólo los amigos que hice ahí, los proyectos que desarrollé. Desde siempre, Cuba ha envuelto mi cuna. He crecido con su historia, su ejemplo político, su música, su literatura, su cultura… su Revolución en mi casa, en mi recámara.

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Desde su debut, la noticia ha sido la estrella mediática. Se ha liberado una palabrería copiosa que pretende desvelar los justos futuros de la pobrecita gente cubana, que pretende augurar y celebrar un devenir mejor, un “progreso político” para la isla. Pero, ¿con cuánta bruma en la boca somos capaces de articular la palabra libertad? ¿Con qué liviandad hacemos bromas del tipo “Fidel colgó las botas” o enunciamos frases como “Los cubanos se liberan del comandante” y “Estados Unidos ayudará a los cubanos a obtener las bendiciones de la libertad”? ¿Con cuánta ignorancia, con cuánta indiferencia histórica juzgamos a un pueblo y a un líder político que han resistido los embates del hoyo negro capitalista? Se necesita mucho olvido, copiosos atascones de discurso mediático baratamente parcial. Quiero decir, que lo que indigna en todo caso es la liviandad, la prontitud bruta con la que estamos dispuestos a juzgar, la acrítica mirada que nos conduce a las posturas fáciles y ramplonas. Esta actitud insulsa y superficial es quizá el olvido de una utopía, es la renuncia a un sueño. Este cinismo histórico no sólo tiene como blanco a la Revolución cubana, sino a toda una idea del mundo, a un anhelo con el que fuimos nutridos muchos de mi generación, con el que nos amamantaron y nos criaron y que, además, costó la vida y la sangre de muchas y muchos en innumerables latitudes.

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No pretendo con estas palabras arrebatadas defender nada, ni criticar las críticas, ni redimir a nadie -al menos por ahora-. Sólo me parece que hay mucho de petulancia cuando juzgamos de un sopetón algo que es muy complejo, muy largo, muy grande y muy discutible. Estos no son vítores acríticos a la gloria de ningún modelo o figura. Pero en cualquier caso, Cuba pone una gran cuestión sobre la mesa de discusión del mundo: la idea encarnada de que hay otras formas de vivir en sociedad, de que hay otra maneras de organizarnos, de concebir la cultura, la educación, la dignidad, las relaciones, el dinero. Podemos debatir ampliamente si estas concepciones nos gustan o no, o si se adecúan a los contextos particulares de cada región, pero en definitiva rompen la ilusión de que las cosas sólo pueden ser como son en las sociedades capitalistas post-industriales mega-consumistas hiper-liberales e individualistas que nos acaparan todos los horizontes de visión. Más que en cualquier consigan política, la radicalidad del ejemplo cubano consiste en demostrar que las cosas pueden hacerse de otra manera y que por ello el mundo no se acabará, y en elaborar semejante experimento de autonomía y autoconstrucción al ladito del gran monstruo de la normalización y la coerción. Pero henos aquí en la prensa, dando brincos, cobijados con mantas que unen las banderas cubana y estadounidense ¿En qué mundo vivimos para que dicho olvido emerga con tanta facilidad? ¿Será que el mundo no es capaz ya de imaginar otras formas de vivir, ajenas a la especulación bancaria, a los McDonalds, a la propiedad privada de todo lo que sustenta lo colectivo, al estado disminuido de capacidades y responsabilidades? ¿Será que ahora nos cuesta concebir un estado que eduque, un sistema de salud hecho desde todas y para todas las personas? ¿Es que nos parece tan absurdo el intercambio de bienes al márgen del libre mercado? ¿Es que no podemos intuir que para defender la diferencia haya que hacer uso de estrategias políticas diferentes a las de las “democracias occidentales modernas” que, dicho sea de paso, sólo han podido demostrar su fracaso en la gestión de los asuntos colectivos más básicos como la salud y la educación?

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¿Será que Cuba está sola en su sueño, que se nos acabó la posibilidad de imaginar una Cuba en el mundo? Desde donde hablo, debo decir que llevo la carne utópica cubana en las entrañas y que está presta para usarse como cobija y como herramienta y como arma. Sé que la revolución no se hará ya de la misma forma, ya no consistirá en combatir desde la sierra y en ganar terreno andando y disparando. El mundo que enfrentamos ahora es diferente y el enemigo también. Por consiguiente, la táctica y la estrategia también deberán ser radicalmente diferentes. Como reza la canción, la vida nueva es como un verso al revés, como amor por descifrar, como un dios en edad de jugar. Pero el árbol se conoce por sus frutos y por su capacidad de adaptarse a las ácidas condiciones del nuevo entorno, a pesar del cinismo decadente de la imposibilidad soñadora.

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